¿Por qué la jirafa tiene el cuello largo?
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Era un día soleado; uno de tantos aquellos que ocurrían hace mucho tiempo. La sabana estaba iluminada y los rayos calurosos de luz le dibujaban una sonrisa. Todos los animales disfrutaban el abrigo del sol dorado mientras pastaban o dormían.
Con aquella luz, el pelaje de cada uno de los animales era espléndido. Las manchas del guepardo parecían un baile de luciérnagas diurnas cuyo fondo era un vasto desierto. La melena del león destellaba imponencia con el vaivén del viento. La piel dura del rinoceronte lo asemejaba a un armazón antiguo e imperioso. Las rayas de la cebra quedaban marcadas y fijas entre los contrastes, y el blanco era lo único que no se teñía de amarillo en esta sabana bendecida. El elefante no se atrevía a cubrir su delicada piel con arena por miedo de que el sol no tocara su piel y tampoco movía las orejas por miedo a cortar los áureos rayos.
Y la jirafa parecía ser la más maravillosa de las criaturas: su piel destellaba ocres, dorados y amarillos, como si se hubiera adueñado de los colores del astro. Parecía el personaje principal de la leyenda de El Dorado.
El sol se creía pintor: sus rayos hacían visible la sabana y ponía al descubierto las formas, las texturas y los colores de las pieles de los animales.
Y la que más llamaba la atención era la jirafa.
Todos se detenían a admirar sus figuras casi geométricas puestas estratégicamente en su piel. Era la digna estampa de una diosa.
Al verla pasar, todos le rendían tributo como si fuera la representante del astro en la tierra o la princesa solar. Cuantos más ojos se posaban sobre ella, más caminaba con elegancia. Tanto la adoraban que, cuando quería beber agua, los animales abrían paso y dejaban que lo hiciera primero o que comiera las hierbas más verdes.
Pero esta adoración por la jirafa fue su perdición.
Poco a poco se fue percatando de los privilegios que conllevaba tener la piel más asombrosa de la sabana. Ninguna de las demás pieles le agradaba. Ya no quería estar con otros animales.
Fue así como empezó a despreciarlos, y no solo a los animales, sino también a los rayos del sol. Vagaba por la sabana, sola, lejos, prefiriendo el atardecer para que su silueta fuera admirada por todos y supusieran cómo se vería aquel pelaje, aquellas manchas, aquellos amarillos, dorados y ocres.
Poco a poco fue viendo a los demás animales por encima de su lomo, alargando el cuello, subiéndolo, estirándolo.
Esta nueva posición le dio más elegancia. Y, por supuesto, más la admiraban, más la detallaban, más hablaban de ella.
En esta coronación de miradas, su cuello fue estirándose más y más, y su arrogancia llegó hasta tal punto que quiso alcanzar el cielo para destronar al sol.
Así fue como la jirafa alargó su cuello, y quedó muda y solitaria para siempre.
Cuando quiere que la oigan entabla una batalla con otra jirafa, para que el choque de los cuellos parezca un instrumento de percusión. Lo hace en un intento fallido por encontrar su propia melodía.
Y, al satisfacer su necesidad primaria de tomar agua, se aleja para que nadie se burle de sus patas abiertas y torcidas, y el cuello largo hacia abajo mientras saca la lengua por tratar de alcanzar el líquido vital que hasta las cucarachas y las moscas toman con facilidad.
El sol sigue llenando de calor y luz a todos los animales sin distinción. Sigue jugando a ser el pintor de la sabana. Los animales continúan admirando sus pieles, sus texturas y sus colores. Y la jirafa sigue vagando por el límite de la llanura, admirada por sus privilegiado pelaje y su porte elegante, solitaria por la vergüenza que le produce no poder tomar agua con los demás.

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