El naufragio
Segundo lugar en Concurso Uniandino de Cuento Ramón de Zubiría (Bogotá, Colombia), 2009
Tiempo de lectura: 12 minutos
“Cualquier destino, por largo y complicado que sea,
consta en realidad de un solo momento:
el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.”
Jorge Luis Borges,
“Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”
El hombre, un poco viejo y agotado, salió de su rutinaria vida trabajadora.
Desde muy joven había soñado con recorrer el mundo y conocerlo, ser parte de él; cargar una mochila e ir llenándola de recuerdos y aventuras.
¡Tiempos aquellos cuando todavía soñaba!
Ahora, sus sueños se habían desvanecido, él los había olvidado. Reaparecieron muy tímidamente esa tarde opaca y lluviosa; una tarde que si la hubiera visto cuando aún era un joven soñador y enérgico, hubiera dicho que era perfecta para emprender su aventura, sobrellevando las inclemencias del clima y de las circunstancias. Pero, ahora, en lugar de tener una tarde alentadora y movida, tenía una tarde oscura, lenta y aletargada.
Estaba detrás de su negro escritorio, firmando los papeles de costumbre y llenando los formularios que le tapaban la minúscula ventana que iluminaba tenuemente su mano cuando encontró encima un sobre con su nombre impreso. Era la primera vez que recibía correspondencia en la oficina; es más, fue la primera vez que recibió una carta dirigida amablemente a él que no contenía reclamos y de la que no tenía que llenar formularios, ni firmar, ni arrumar sobre su negro escritorio. Abrió de forma ordinaria el sobre oloroso a pegamento seco y viejo, y leyó.
Era una carta del banco dirigida a él, con su nombre. Le notificaba el veredicto de un concurso cuya existencia desconocía. Lo más sorprendente era el ganador: él.
¡Él era el ganador!
Puso la carta sobre el negro escritorio y su mirada se dirigió de inmediato a la minúscula ventana atiborrada de cartas, papeles y formularios. Sus ojos no pudieron encontrar la luz, ni siquiera la suposición y esperanza de un mundo allá afuera, puesto que se estrellaron con un montón de papeles que pronto distrajeron al hombre de sus ligeras divagaciones y lo obligaron a seguir trabajando.
Eran casi las cinco de la tarde cuando le comunicaron que aquel era su último día de trabajo. Sus servicios ya no eran necesarios.
Los servicios de este hombre que pasó cuatro décadas de las seis que tenía detrás de un negro escritorio firmando y sellando papeles y más papeles ya no eran necesarios.
Mecánicamente organizó su negro escritorio y recogió su única pertenencia: la carta del banco.
Al día siguiente, se levantó a la hora señalada por el trabajo y la costumbre; se tomó el café perfumado a trabajo, rutina y obligaciones, y salió a la calle. Pero sin tener hacia dónde dirigirse, tuvo que reflexionar un poco, en la calle, mientras una masa uniforme y olorosa a cafeína y noticias impresas lo rodeaba, lo dejaba de lado y seguía, imperturbable, su camino. En ese momento, el hombre se acordó de la carta del banco y fue allí donde se dirigió.
Llegó a su casa a la hora del almuerzo y, sin ser domingo, almorzó en dicho lugar. Luego, sin tener algún familiar enfermo o difunto, empacó unas cuantas cosas en una maleta vieja y deteriorada, y guardó en su bolsillo el pasaporte. Bajó las escaleras y no tomó el bus sino un taxi y se dirigió al aeropuerto.
Allí pasó un poco más de una docena de horas viendo pasar gente de un lado hacia otro, sin distraerse, movidas por el movimiento, sin notar siquiera que había un viejo sentado en una banca viéndolas pasar.
Por fin, el hombre abordó el avión que lo llevaría a París, donde seguiría disfrutando de su premio.
Le Musée du Louvre fue uno de los sitios aconsejados y, por lo tanto, escogido por este hombre. ¡Qué cantidad de personas!
Dentro de la masa que se movía estúpidamente en un intento por cultivarse un poco y salir de su rutinaria vida, iba este hombre que se perdía dentro de ella.
El hombre, un poco horrorizado por la masa y la falta de oxígeno propio, solo podía escuchar a duras penas los títulos de las obras y sus autores. Iba con un mapa en una mano y la lista de las obras más importantes y, por consiguiente, imperdibles, en la otra.
La tal Joconde, el cuadro para él hasta entonces desconocido y el más célebre para el mundo, fue un enigma. Alcanzó a ver desde lejos y entre las cabezas que brotaban de la masa una señora tiesa y poco femenina de brazos cruzados con una insinuante sonrisa en sus labios. Iba a pensar la razón de la importancia de esta obra, cuando los murmullos de la masa lo distrajeron y lo llevaron a otra sala.
Sin entender por qué, mientras caminaba de un lado a otro, sujetando el mapa que ni siquiera había abierto (por el movimiento de los demás carecía de movimiento propio y voluntario), trató poco a poco de apartarse y deshacerse de la masa. Fue entonces, cuando saliendo de su aletargamiento y tras múltiples excusas y uno que otro traspié, logró respirar el aire del museo. Aire histórico y humano.
El hombre estaba tratando de recuperar el aliento para poder apreciar la majestuosidad de las obras de su lista cuando sus ojos se estrellaron con un cuadro gigantesco.
Miró y vio el mar, olas agitadas que devoraban una pequeña balsa, olas alborotadas y avasalladoras, hombres tirados: desahuciados, unos; muertos, otros; desesperanzados, unos; muertos, otros. Olas devoradoras de hombres. Hombres casi extintos. Un cuadro oscuro lleno de fuerza y atracción. La mano de uno de los roídos hombres señalaba una lejana y pequeña luz amarilla.
El hombre se acercó más para tratar de descifrar esa mano alzada en la mortandad.
Siguió viendo la luz amarilla, pero vio un montículo que parecía ser un barco. Sus ojos abrumados por las circunstancias volvieron a situarse en los hombres; en el hombre cuya cabeza estaba bajo el agua, en los cuerpos pálidos e inertes, en el movimiento, la angustia y la desesperanza; en el clima con unos hombres moribundos.
Su mirada pudo al fin salir de esa atracción del cuadro y leyó: Le Radeau de la Méduse, cuyo autor era Théodore Géricault.
Seguramente alcanzó a leer también las dimensiones y la técnica del cuadro y otros datos que no fueron de su importancia puesto que estaba absorto en la imagen que casi lo devora a él también. Vio el color de las pieles lúgubres, los ojos poco vivaces, la fuerza de cada cuerpo tensionado, la fuerza de cada ola.
La respiración del hombre se iba haciendo cada vez más agitada y difícil. El hombre sintió estar ahí. Ser parte de los ciento 149 náufragos; ser parte de los 15 que lograron salir con vida del infierno de Poseidón.
El movimiento de las olas se iba apoderando de él. El viento le traía el olor de los cadáveres y se mecía en su cara.
Sus manos se fueron cerrando y tensionando, al igual que la mayoría de músculos de su cuerpo. Mientras trataba de respirar, repetía para sí: “La méduse, la méduse”, como si al repetirlo, tratara de encontrar algún recuerdo perdido entre papeles, formularios, horarios, firmas, sellos, rutina. El recuerdo no llegaba, pero la imagen estaba ahí, gigantesca, frente a sus ojos, consumiéndolo tras el movido oleaje.
El hombre, un poco aturdido y desorientado, trató de seguir su recorrido; pero la imagen del cuadro, las olas, el viento, la tensión, los cuerpos y el pequeño barco a lo lejos no dejaron de perseguirlo.
Fue al hotel para tratar de despejar un poco la mente.
Tendido en la cama, al fin se quedó dormido.
Esto no impidió que en su pensamiento solo estuviera esa imagen de hombres sedientos y hambrientos entregados a la muerte. Entre sueños vio una y otra vez a los náufragos en el mar muriendo en la tormenta.
Se despertó.
Dado que el sueño era poco y la imagen en su pensamiento era la misma, trató de averiguar la historia de aquel cuadro encantador. Descubrió que en 1816 un barco, La Méduse, naufragó cerca de las costas de África; que en medio del naufragio, se hizo una pequeña balsa para 149 tripulantes que el capitán dejó abandonados a su suerte. También supo que después de 15 días de naufragio, el Argus fue el encargado de rescatarlos, pero la cantidad de sobrevivientes se había reducido al diez por ciento.
Además, el naufragio de La Méduse ocasionó un gran escándalo en la época: el capitán abandonó a 149 personas en medio de una tormenta y estas personas tuvieron que recurrir al canibalismo para sobrevivir.
¡Caníbales! Ahí estaba la respuesta.
Por eso el cuadro lo conmocionó de manera tal que cualquier pensamiento y hasta el sueño se le habían ido. Pero ¡qué poco sabía este hombre que había vivido menos de medio siglo detrás de un escritorio!
La imagen seguía persistentemente en su cabeza y ante sus ojos. Poco podía hacer este hombre trabajador para no pensar en el naufragio de La Méduse.
Sus impulsos y el espíritu conmocionado lo llevaron a seguir averiguando. Supo que Géricault trabajó con cadáveres reales para poder dar el color, la tensión y la textura a los cuerpos de los náufragos caníbales, y supo también que este artista se había documentado no solo por medio del escándalo sino por un diario de uno de los 15 sobrevivientes.
El hombre estaba en un país desconocido e ignorado por él, en un idioma extraño e incomprensible, pero eso no impidió que tratara de conseguir el diario.
Salió a la calle, se movió con movimiento propio, impulsado por la búsqueda del diario.
Por fin lo encontró, pero no en su lengua. Tuvo que buscar algún traductor. Cuando lo tuvo en sus manos y comenzó a leerlo, encontró que los náufragos, antes de recurrir al canibalismo, trataron de ingerir, para no morir de hambre, sus propias heces y tomarse sus orines. También supo cómo poco a poco los sobrevivientes eran cada vez menos, y que el Argus casi no los rescata, pues la primera vez que pasó, lo hizo de largo, y los rescató milagrosamente cuando los hombres exhaustos, en condiciones deplorables y comiéndose a sus compañeros, habían perdido las esperanzas.
Pero esto no era lo sorprendente.
El viejo, agotado y con dificultades para respirar, al leer el diario descubrió cómo cada palabra leída él ya la tenía en la memoria; cómo cada palabra no describía la totalidad de los horrores que estos hombres vivieron por 15 días; cómo cada uno de los hombres del naufragio tuvo nombre sin estar escrito en el diario; cómo supo el primer bocado de carne humana en la boca y cómo fue desesperadamente ingerido el segundo; cómo fue ver la muerte de los compañeros y sentir la alegría de que eran ellos los muertos; cómo fue ver la ingestión de excrementos; cómo la desesperanza, la rabia y la impotencia se apoderaron de sus almas al ver que el Argus pasaba de largo y ellos se convertían poco a poco en comida para el mar.
La imagen del museo, con la brisa olorosa a cadáveres e impotencia se fue completando poco a poco con el sabor de carne humana, con la escasez de saliva y razonamiento, con el olor a heces y podredumbre, con la certeza de que el mar era la tumba de todos, con la fuerza del espíritu humano sostenida por la esperanza de poder sobrevivir.
El hombre corrió hacia el Musée du Louvre.
Ya no fue absorbido por la masa, ni por el interés de ver los cuadros más renombrados sin saber el motivo. Ya no tenía en su mano el mapa intacto.
Preguntó por el cuadro y siguió las instrucciones.
Su respiración era cada vez más difícil.
Esa mañana, mientras se afeitaba para ir a buscar el cuadro, detalló curiosamente su rostro; era increíble y casi inconcebible que después de poco más de sesenta años no conociera bien su rostro, no supiera cuáles eran sus protuberancias ni dónde estaban sus lunares ni que tenía una ceja ligeramente más larga y poblada que la otra. Cuatro decenas de años afeitándose cada mañana para ir a trabajar y esta era la primera vez que veía su rostro.
Mientras subía presurosamente las escaleras, se acordaba de su rostro, de los náufragos y de los pocos sobrevivientes, de los caníbales, de las conversaciones, de los olores, de su trabajo, de los sueños de juventud, de los sellos, de las olas y su movimiento, de la tensión, del Argus, del concurso y el premio del banco. Pasos y más pasos lo separaban de su objetivo.
La respiración era agitada, las instrucciones parecían desvanecerse, los recuerdos se entremezclaban. Todo era confuso.
El hombre paró un momento.
Estaba tratando de recuperar el aliento cuando sus ojos encontraron el cuadro.
Miró y redescubrió el mar, las olas agitadas que devoraban la pequeña balsa, las olas alborotadas y avasalladoras, los hombres tirados: desahuciados, unos; muertos, otros; desesperanzados, unos; muertos, otros. Las olas devoradoras de hombres. Los hombres casi extintos. El cuadro oscuro lleno de fuerza y atracción. La mano de uno de los roídos hombres señalando la lejana y pequeña luz amarilla.
El hombre se acercó más, vio la luz, el barco, los cuerpos, los nombres, vio los rostros familiares y olvidados, y conoció y reconoció su rostro en uno de ellos.

Théodore Géricault pintó Le Radeau de la Méduse (El naufragio de la Medusa) entre 1818 y 1819. El cuadro se convirtió en uno de los íconos del Romanticismo francés y Géricault se basó en el diario de uno de los náufragos que sobrevivió.
Y esta soy yo, en 2011, cuando conocí el cuadro (más de un año después de haber escrito el cuento y casi cuatro años después de leer el mismo diario que inspiró a Géricault).